Por Claudia Pérez Atamoros

¿Quién tiene los hijos?, se preguntó alguna vez Rosario Castellanos en su columna. Y aunque la pregunta parecía simple, escondía una bomba. Así era ella: dulzura en la forma, dinamita en el fondo.
Hay rosarios que se rezan con fe, otros con miedo, algunos con tedio o por castigo, y otros —como los de Rosario Castellanos— con deleite, perplejidad y una risita contenida entre líneas. Algunos, los más afortunados, leemos a Rosario Castellanos para recordar que la inteligencia puede ser piadosa, la ironía necesaria, y la escritura... una forma de expiación. Porque leerla, más que oración, es un rito laico: un padre nuestro de novela por diez avemarías de columnas, una letanía de sabiduría envuelta en ironía, un viacrucis de verdades que, sin levantar la voz, se clavaban donde más dolía. Escribía la historia de su tiempo, que sigue siendo el nuestro. El don de la ubicuidad y la inmortalidad.
Por alguna razón misteriosa —o tal vez muy obvia—, en el panteón de las letras mexicanas seguimos recordando a Rosario Castellanos como poeta, novelista, ensayista, embajadora y símbolo del feminismo, pero olvidamos que durante más de una década fue una de las periodistas más leídas del país.
Excélsior publicó su columna semanal sabatina desde 1963 hasta su muerte en 1974. Alrededor de 500 columnas, ni más ni menos. Es decir, más Rosario periodista que Rosario literata... al menos en número. Y, sin embargo, ese recinto vaticano de textos —rebosante de análisis, escepticismo, filosofía, humor, dudas y feminismo— fue, durante décadas, tratado como plañidera, como obra menor. ¡Obra menor! Como si pensar con claridad, escribir con gracia y hablar de política internacional y maternidad en un mismo texto fuera cosa de poco. Como si su columna no hubiera sido la ostia a través del café matutino para cientos de lectores que encontraban en sus columnas la oración y el sentido, o por lo menos compañía, en medio del absurdo nacional.
Castellanos no escribía columnas, montaba emboscadas, porque Rosario no solo era un rosario de mujer, sino una letanía de pensamiento libre. Un credo entero por su ironía, que nunca rezó el dogma, pero sí el sentido común. Sus columnas fueron y son evangelios que deben releerse una y otra vez…
Su escritura era misa, pero sin sotana. Su fe, laica. Su humor, tan fino como letal. En “Impuesto al lujo: mi ascenso social” escribió: “yo pavimentaba diariamente varios kilómetros de camino al infierno con mis buenas intenciones: la justicia, la igualdad, la felicidad que yo hubiera querido que se instauraran en este mundo sin causarle a nadie la menor molestia.”
Esas líneas, escritas así, con el candor de quien no rompe ni un plato, llevaban implícita una carga explosiva: la crítica dura a un nuevo impuesto: el de artículos de lujo. Rosario, sin levantar el dedo, levantaba el ánimo de quienes sabían leer entre líneas. Su periodismo no era de denuncia, sino de revelación. No gritaba, murmuraba, y en el murmullo se escuchaba el trueno.
En esta columna, con genialidad, enumera sus posesiones materiales y lujosas, una a una: la plancha, el televisor, el tocadiscos, la estufa y la licuadora…
—¿Y qué más? Pues la mera verdad, nada más. Siempre temí que cuando alguien me hiciera la consabida pregunta yo tuviera que contestar como la madre de los Gracos, enseñando a mis hijos y exclamando: ¡estas son mis alhajas! Pero ahora mi vida es otra y mis alhajas también.
Había inteligencia disfrazada de ternura monjil. Y ese hábito era su mejor herramienta: te dejaba reír justo antes de que te dieras cuenta de que te acababa de criticar a ti... y con razón. Daba homilías increíbles. Escribía, sobre todo: feminismo, filosofía, maternidad, cultura judía, escritores, diplomacia, poetas, filósofos, noticias del mundo y de otros planetas (según su confesión), siempre con una mezcla perfecta entre el escepticismo más elegante y el humor más letal. Como cuando escribió, sentada ante el confesionario: La Rosario periodista se nos escapó entre las manos. No se ha consumado la propiciación... Muchos editores no quisieron incluir sus columnas en antologías. ¿Por qué? Porque era “obra menor”. Evangelios apócrifos. Porque era “muy coyuntural”. Porque, en este país, si una mujer escribe todos los días con lucidez, se le perdona todo... menos el hábito de decir lo que piensa.
—Condenada al uso del cilicio bien apretadito por su falta de celibato verbal, ¡mujer de poca fe y mucha labia!
“Señoras y señores: ha llegado el momento de hacer una confesión que a ustedes no les parecerá sorprendente pero que a mí me es sumamente humillante: no entiendo nada de lo que sucede ni en este país, ni en este mundo, ni en los otros planetas.”
Y una, al leer eso, se siente “comprendida, acompañada, incluso redimida”. Porque si Rosario no entendía nada, ¿cómo íbamos a entender nosotras?
En su época como columnista, asistía a reuniones de escritores, leía cuanto libro se le ponía enfrente y viajaba por México y América, siempre con el cuaderno en la mente y la ironía al filo de la lengua. De esas reuniones dejaba informes, crónicas que hoy serían virales si cupieran en 280 caracteres.
El epitafio editorial. El inmortal José Emilio Pacheco tuvo razón.
—Tal vez no supimos leerla en vida. Tal vez aún hoy no la hemos leído del todo.
Hoy, gracias a esfuerzos como Mujer de palabras –compilación de Andrea H. Reyes–, sus columnas resurgen como esas oraciones olvidadas que, al ser repetidas, no solo reconfortan, sino iluminan. Leerla es como rezar, sí, pero al revés: uno no se arrodilla, se endereza. No se calla, se pregunta. No se resigna, se sacude. Y se precisa de un cesto de basura también. Porque leerla desmonta mitos que hay que tirar en algún lado.
Rosario Castellanos nos dejó un rosario de pensamientos críticos, columnas tan reveladoras como las escrituras y más literarias que muchos libros con pastas duras. En ellas, cultivó una fe sin dogmas, una teología del pensamiento libre, y un humor de esos que hacen que duela —pero de tanto pensar.
Hubo textos que la desgarraban por dentro. Como Recado a Gabriel. Donde se encuentre, carta para su hijo ausente, publicada dos semanas después de su muerte. O como aquellos donde hablaba de su vanidad, sus defectos, sus dolores no dichos… “soy vanidosa y cuido y pulo mis defectos a ver si adquieren el aspecto de virtudes”.
Lo que sucede —como ella escribió con su pluma de Ángel ¿exterminador? — no es verdad. Pero lo que ella escribió, sí lo es. Y todavía está esperando ser leído. ¡Resucitemos su obra periodística, leamos la biblia cotidiana a través de sus columnas, concedámosle la expiación!
Ave Rosario, llena eres de gracia, el periodismo es contigo. Amén.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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