Por Claudia Pérez Atamoros
La exalumna que aún conserva el coraje intacto y la calificación injusta.
—Debería darte pena presentar una copia casi textual de un trabajo tan extraordinario— dijo la maestra, sin levantar la vista de su hoja ni bajar la voz frente a las otras 32 testigos de la crucifixión.
Y ahí estaba ella, la acusada: una adolescente del montón —de las que leen a escondidas Lágrimas y risas, subraya con colores de plumones robados a la compañera de banca y creen que Virginia Woolf habla mucho más a través de sus silencios que de sus textos—, viendo cómo se desplomaba, una vez más, su único templo en la preparatoria: la clase de Literatura. La misma en la que había entregado, con mano temblorosa y cierta ilusión necia, su ensayo sobre Aura, esa magnífica novela publicada en 1962 gracias a la pluma de Carlos Fuentes.
Un ensayo escrito desde las entrañas que le fueron removidas con su lectura y por un tema cautivador más por su oscura trama que por su comprensión absoluta. Es una vulgar copia, ni siquiera te molestaste en cambiar una sola letra —insistió la maestra—. ¡Qué vergüenza, siendo hija de un doctor tan culto y de una mujer como tu madre. Una esperaba otro tipo de educación en casa!
—Hasta los progenitores salieron raspados…
Acto I: El Crimen
La joven en cuestión, llamémosle “yo”, había pasado tres noches sin dormir, desvelada entre tazas de café soluble, unas buenas cocas bien helodias y monólogos mentales que, en su fantasía, la llevarían a ser la próxima Rosario Castellanos, pero con mayores éxitos. Nadie puede decir que no lo intentó. La metáfora estaba ahí, el ritmo, incluso un par de referencias que parecían sacadas de Letras Libres, aunque en realidad venían de esa inspiración llena de cafeína, coca cola y reflexión. —Y un poquito de cultura familiar –no crean que tanta-.
Pero no. En lugar de aplausos, recibió un sermón y una calificación digna de alguien que no distingue a Flaubert de un florero. De una vil ministra pirata.
Acto II: La Delatora Honesta
Y justo cuando el martillo estaba por sellar el veredicto, ocurrió el milagro laico. Una compañera —bendita sea su memoria, aunque me robara el estuche de plumones después, que en realidad era de ella— levantó la mano y dijo:
—Miss (en el colegio de monjas les llamábamos“mises”), ese ensayo es de ella, no mío. Yo lo copié íntegro. Y sin cambiar los adverbios, ni el tiempo, ni una sola coma.
El salón se quedó mudo. Hasta los que mascaban chicle y se depilaban las cejas se detuvieron. La profesora, de esas que usan lentes colgados del cuello como oráculos de la verdad, palideció un poco. Pero no mucho. Apenas lo suficiente para esconder la culpa, sin que le estorbara la soberbia.
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