Por Claudia Pérez Atamoros
En el verano de 1960, mientras en México se debatía entre si las mujeres podían opinar en la sobremesa o solo en la costura, Rosalía Orozco Sandomingo, modista de la Colonia Granada, decidió que la máquina de coser no era su destino final. Sí, en ese México de López Mateos (o López Paseos, como le apodaron) donde la aguja era territorio femenino y el volante un reino vedado –y en donde lo más cercano a una mujer conduciendo era la abuelita empujando la carriola– Rosalía rompió moldes y se cosió su propio destino: se convirtió en la primera mujer con licencia de chafirete y placas de taxi en la Ciudad de México.
Su máquina de coser, que había sobrevivido a dinastías, guerras familiares y agujas torcidas, fue testigo de cómo su dueña aprendía que para bordar calles no se necesita dedal, sino decisión. ¿Por qué los hombres sí y las mujeres no?
Ella no sólo cortaba patrones: los redibujaba. Cambió el pedal de la máquina de coser por el acelerador, el dedal por el volante, la rueca por el motor. Su “Cotorra”, verde perico con amarillo canario y ondas a los costados –una combinación de tela tropical que ni el sastre más osado se atrevía a usar y que durante los juegos olímpicos de 1968 fueron los taxis sensación– se convirtió en su bandera, su vestido rodante y su rebeldía sobre ruedas.
Mientras otras hilaban sueños detrás de bastidores, Rosalía se subió al escenario del asfalto. Su guía Roji era su nuevo libro de moldes: las esquinas eran dobladillos, los semáforos botones y las glorietas ojales que tomaba con la precisión de una costurera experta. Cada viaje era una puntada, cada vuelta un bordado perfecto, cada kilómetro un remiendo en su vida y la de sus pasajeros.
Porque ya no cosía lanas: producía la suya. En su primer viaje como ruletera, hizo una muy buena parada en plena Calzada de Guadalupe, en donde una mujer al volante era más rara que una torta sin milanesa. Rosalía ganó tres pesos con veinte centavos, más el tostón obligatorio que completaba el banderazo. Tres setenta en total. Una lanita nada despreciable. Entonces circulaban los pesos denominados tepalcates, los Morelos con diez por ciento de plata. Ahí se las dejo, nomás.
Con su hermano menor de copiloto que la acompañaba para evitar chismes, porque ya se sabe que las “señoritas decentes no andan solas y menos en un taxi”, Rosalía arrancó su historia: una mujer joven, con una madre que no se daba abasto, padre ausente y hermanos que mantener, manejando un taxi con estilo y picardía. Cubría el primer turno con su hermano a bordo y el segundo lo dejaba en manos de un chofer varón a su servicio (sí, tómese un momento para asimilar esta ironía).
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