Por Brenda Lugo

Hace tiempo que la violencia política de género dejó de ser una denuncia legítima para convertirse en un escudo de la politiquería. Un salvoconducto. Lo que alguna vez fue una herramienta para proteger a las mujeres que ocupaban cargos en el poder, hoy es utilizada por algunas mujeres de ese poder para protegerse de la más mínima crítica.
Porque claro, en este país se puede vivir con la impunidad de diez feminicidios al día, pero no con una opinión desafortunada en redes sociales que ofenda a una mujer con cargo público.
Esto no es sorpresa. Todo movimiento social corre el riesgo de volverse institución, y toda institución, tarde o temprano, acaba sirviendo a quien la controla. El feminismo no es la excepción. Y la revolución de las mujeres, primordialmente con ciertos privilegios, comienza a medirse en sentimientos y opiniones personales.
La violencia política de género, esa figura jurídica que costó tanto que se reconociera, que nació para proteger a mujeres agredidas, violentadas y minimizadas en la vida pública, se ha convertido en un instrumento letal para perseguir opiniones que incomodan.
Karla Estrella es madre, ama de casa y vive en Hermosillo, Sonora. Aunque es arquitecta de profesión, desde hace unos años dejó su trabajo para dedicarse a su hogar. A Karla le gusta la política, pero no participa directamente en ella. No tiene ningún cargo, ni relación alguna con el poder. Su delito aquí fue tener una cuenta de Twitter.
En medio del proceso electoral de 2024, Karla escribió un tuit señalando lo que cualquiera en este país sospecha en cada elección: que las candidaturas se dan, en su gran mayoría, por nepotismo.
Karla escribió que tenía cero pruebas y cero dudas de que una candidatura en particular respondía más a "un berrinche" por vínculos conyugales que por méritos propios de la candidata en cuestión.
Pero es solo una suposición, por supuesto. Nada tiene que ver que a la mujer a la que le otorgaron la candidatura para ser diputada federal, Diana Karina Barrera, casualmente sea esposa del entonces diputado y presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Gutiérrez Luna. Nada que ver tampoco que ambos militen en la coalición Juntos Hacemos Historia, que hoy gobierna. Claramente, todo esto es una coincidencia cósmica. Porque en este país ya se acabó el nepotismo.
El tuit pudo pasar desapercibido, pero algún ofendido lo leyó. Y en tiempos de pieles delgadas y curules blindadas, la crítica ya no es un derecho, sino un acto de violencia.
Su opinión tecleada en Twitter desató una maquinaria institucional de vigilancia, castigo y escarmiento. El INE, como si Karla fuera una amenaza a la democracia nacional —algo equiparable a Julian Assange—, llegó hasta la puerta de su casa para notificarle que estaba siendo denunciada por violencia política de género.
El INE le pidió eliminar la publicación, explicar lo que quiso decir y enfrentar un proceso ante toda la maquinaria institucional por “calumnia” y “violencia política de género”. Karla borró el tuit, pero ya era tarde. Había osado cuestionar a una diputada del régimen, y eso, en nuestra democracia, es un delito imperdonable. ¿Cómo una ciudadana se atrevió siquiera a cuestionar la candidatura de una mujer que, por casualidad, es esposa del presidente de uno de los poderes del Estado?
Ahí comenzó el viacrucis. El tribunal no sólo le dio la razón a la diputada. También decidió que la ciudadana Karla debía disculparse públicamente durante 30 días consecutivos, pagar una multa (incluso sabiendo que ella no trabajaba), tomar un curso de reeducación, leer bibliografía especializada y, por si fuera poco, ser inscrita en el Registro Nacional de Personas Sancionadas por Violencia Política de Género durante 18 meses. Lo que en otras democracias se reserva para golpistas, aquí se le impuso a una mujer con unos 4 mil seguidores en Twitter.
Pero lo más grave no es la ofensa que hizo sentir a una diputada con poco oficio político, sino que los tribunales hayan avalado, con toda seriedad, que expresar una sospecha ciudadana sea equiparable a un acto de violencia. Y que lo hayan hecho sin contratiempos, con el voto de calidad de la presidenta del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Este caso revela algo más alarmante que la susceptibilidad de una figura pública contra la crítica de una ciudadana. Muestra cómo la violencia política de género, como figura legal, ha sido convertida en un arma política. Y peor aún, en una mordaza institucional. No se utiliza para proteger a las mujeres vulnerables, sino a las mujeres en el poder que no toleran la crítica o el más mínimo cuestionamiento.
Las instituciones que debieron garantizar la libertad de expresión hoy castigan la disidencia y premian la susceptibilidad.
En un país que le sigue debiendo mucho a las mujeres, la violencia política de género se convirtió en un escudo de impunidad, en un instrumento de censura, y en un chiste de mal gusto, en donde, por unas cuantas gustosas del poder, dejamos en vulnerabilidad a otras mujeres.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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