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Por Brenda Estefan

La historia reciente de Estados Unidos demuestra que basta una chispa para encender el fuego de la discordia. Hoy, esa chispa vuelve a prenderse en Los Ángeles. El despliegue de dos mil soldados de la Guardia Nacional por orden directa del presidente Donald Trump —sin el consentimiento del gobernador de California— no solo sorprendió a la clase política, sino que reavivó los temores de un estallido social como el de 1992, cuando la absolución de cuatro policías blancos provocó una semana de violencia que dejó 54 muertos y más de 2,300 heridos.

Esta vez, la chispa ha sido una redada de la policía migratoria (ICE) en zonas altamente pobladas por migrantes. Las protestas que siguieron —en su mayoría pacíficas, aunque con algunos episodios de violencia localizada— fueron rápidamente señaladas por la administración Trump como actos de “insurrección”. Bajo esa narrativa, el presidente invocó el Título 10 del Código Federal para asumir el control directo de la Guardia Nacional y enviar tropas a las calles angelinas. El gobernador Gavin Newsom denunció esta acción como un “abuso alarmante de poder” y anunció que acudirá a la justicia para impugnar su legalidad.

Pero más allá de las disputas legales, lo que se juega aquí es mucho más profundo. Trump no solo busca controlar las calles; quiere reconfigurar el relato nacional en torno a la migración. Y para ello ha elegido el terreno simbólicamente más poderoso: Los Ángeles.

Con casi 10 millones de habitantes en su área metropolitana, Los Ángeles es la segunda ciudad con mayor número de mexicanos en el mundo, solo detrás de la Ciudad de México. Uno de cada tres residentes es migrante, y más del 45% de su población se identifica como latina. En este mosaico cultural, los migrantes —documentados o no— no son una minoría marginal, sino una parte constitutiva de la economía, la cultura y la vida cotidiana.

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