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Por Ana Yareli Pérez Garrido*

¿Cómo se repara lo irreparable? Nos hemos acostumbrado a escuchar y contar. Como si fueran números, como si nuestra memoria fuera solo un gran archivo. En el ánimo de sintetizar la barbarie que representa la violencia feminicida, decimos que diez mujeres son asesinadas diariamente. Desde inicios de 2015 hasta abril de 2025, han sido asesinadas 34,948 mujeres, niñas y adolescentes en México, solo el 24% de los casos se investigan como feminicidio. En estos diez años, el Estado de México ha sido la entidad federativa que ha ocupado los primeros lugares. En la misma década, entre esos miles de casos, se enmarca la historia de Fátima Varinia Quintana Gutiérrez. 

Tatis, como la llamaban con cariño en su familia, era la cuarta de cinco hijos, contaba con solo 12 años y estudiaba la secundaria. Era una niña muy inteligente, alegre y amorosa, apasionada de la lectura y de las historias mágicas, incluyendo la poesía. Rodeada de árboles, vivía en la comunidad de La Lupita Casas Viejas, en el municipio de Lerma, Estado de México. La tarde del 5 de febrero de 2015, cuando regresaba de la escuela, fue interceptada por tres vecinos de su comunidad, dos de ellos eran hermanos, uno menor de edad, de 17 años y ocho meses. Al ver que la niña no regresaba, su madre, Lorena Gutiérrez, su padre, Jesús Quintana, y su hermano menor, Daniel, de 10 años, salieron en su búsqueda. Entre hojarascas y en una zanja, el cuerpo sin vida de Fátima fue encontrado horas más tarde por su madre y su pequeño hermano.  

La historia de Fátima no es la única. ¿En qué momento nos acostumbramos a las historias de horror y de dolor? ¿En qué momento nos encerramos en la burbuja de nuestra cotidianeidad, sin percibir que en 24 horas, diez familias quedarán rotas y su vida no volverá a ser igual? 

Han sido tantas las historias de violencia que hemos escuchado o leído, cientos de ellas gracias a los medios de comunicación, quienes ayudan a hacer visible esta realidad. En lo personal, muchas de esas historias las he escuchado de forma directa, de voces entrecortadas, entre pausas de dolor de quienes las relatan, principalmente de madres y algunos padres que buscan justicia para sus hijas. El caso de Fátima fue así, en 2017 escuché de la voz de Lorena uno de los relatos más crueles de lo que representa la violencia feminicida, en los que la razón no puede explicar ni comprender el solo ánimo de dañar del ser humano.

Después del feminicidio de Fátima, la historia de su familia continuó con las amenazas de muerte que han recibido por parte de familiares y redes de los asesinos. Doce integrantes de la familia Quintana Gutiérrez tuvieron que ser desplazados al estado de Nuevo León, después de que uno de los feminicidas fue absuelto y puesto en libertad en 2017, mientras que uno de los hermanos fue condenado a 73 años de prisión. Al menor de edad se le impuso una medida de internamiento de solo 5 años por estar sujeto al procedimiento dentro del sistema de justicia penal para adolescentes. Después de una resolución de amparo que ordenó la reposición del proceso en 2018 respecto al tercer feminicida que había sido absuelto, fue hasta enero de 2025, con el acompañamiento del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, que quedó firme la sentencia en la que se le condenó a una pena de 70 años de prisión. 

Pero en esta historia de dolor, que no dimensiona lo que representa la búsqueda de justicia para las familias, quedan sin nombrarse los sistemáticos actos de violencia institucional que se desdibujan entre la lucha por algo que es justo y es legal: que un hecho así sea sancionado, como primer acto de resarcimiento de lo irreparable. Esa violencia institucional, además de irregularidades y maltrato en el sistema de justicia, tuvo la indiferencia, negligencia e incapacidad de un sistema de atención a víctimas que no logra consolidarse. 

En noviembre de 2020, sin acceso a un sistema que garantizara el derecho a la salud de una familia en desplazamiento forzado como medida de protección, Daniel, el hijo menor de la familia Quintana Gutiérrez tuvo un episodio de fuerte dolor abdominal que llevó a sus padres a buscar, por su cuenta, que fuera atendido en algún hospital en el estado de Nuevo León. En total, acudieron a cinco hospitales, sin ninguna exploración, bajo el diagnóstico “de oídas” de que se trataba de una crisis de ansiedad, Daniel fue canalizado a un hospital psiquiátrico infantil, donde fue medicado. Horas más tarde, aún presentando síntomas de gravedad fue nuevamente rechazado por el hospital que lo canalizó a atención psiquiátrica. Daniel, un adolescente de 16 años, falleció en su casa ese mismo día, frente a toda su familia, incluyendo a sus sobrinos, también menores de edad. 

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