Por Alba Medina

A Rosario Castellanos no le gustaban los aviones. Cuando se fue a estudiar a España convenció a su amiga Dolores Castro de hacer el viaje en barco, que, aunque era más largo, tenía ciertas ventajas como conocer algunas ciudades portuarias y más tiempo para leer libros y escribirle cartas a Ricardo Guerra, su novio.
Sin embargo, en 1974, cuando murió electrocutada en la embajada de México en Israel, nadie tuvo la buena educación de preguntarle si quería regresar a su patria por aire o por mar. Desde Tel-Aviv dispusieron su cuerpo en un avión que aterrizó en el Aeropuerto Benito Juárez del entonces Distrito Federal y fue recibido por políticos, familiares, amigos, lectores, compañeros universitarios, alumnos y escritores.
Jaime Sabines, en su poema Recado a Rosario Castellanos, le platica —de manera póstuma— que la van a enterrar en la Rotonda de los Hombres Ilustres y que en El Excélsior le dedicaron todo un suplemento; le asegura que muchos van a escribir poemas, estudios y glosas para ella.
Cincuenta años después, así estamos: escribiendo artículos, editando libros conmemorativos, inaugurando exposiciones, organizando conferencias, charlas en línea, concursos literarios, mesas redondas, ferias del libro, exposiciones… No me sorprendería si por ahí alguien compuso un corrido tumbado para conmemorar el centenario de su nacimiento. Me imagino que Sabines se estará riendo: “Ya ves, te lo dije, Chayito”.
Cuando estaba en la preparatoria leí Las siete cabritas de Elena Poniatowska, un libro que relata la vida de siete mexicanas extraordinarias: Frida Kahlo, Nahui Olin, Pita Amor, Rosario Castellanos, María Izquierdo, Elena Garro y Nellie Campobello. La autora cuenta que el título fue inspiración de su hija Paula, quien le dijo: “Esas mujeres de las que escribes, mamá, eran unas cabras locas”.
De todas las cabras locas de Poniatowska con la que más me identifiqué en mi adolescencia fue con Castellanos. Mientras estudiaba la carrera de periodismo en la Facultad de Estudios Superiores Aragón, descubrí que la biblioteca poseía varios de los libros que Rosario había escrito. Eso fue para mi precaria economía como abrir la cueva de Alí Babá. Cada semana la bibliotecaria ponía un sello nuevo a un libro que me acompañaba en los largos trayectos en transporte público que implica vivir en Ecatepec. Me leí de jalón sus novelas, cuentos y ensayos.
En una ocasión, el grupo de teatro de la universidad montó una adaptación de El eterno femenino, una obra que analiza con ironía los distintos roles que las mujeres han tenido a lo largo de la historia. Lupita, una joven que está a punto de casarse, llega a un salón de belleza. Un vendedor la convence de que pruebe un aparato que le garantiza un sueño reparador mientras le seca el cabello. La obra está dividida en tres escenarios oníricos. En el primero, Lupita se ve obligada a elegir entre distintos estereotipos femeninos: la esposa que sufre en silencio, la madre que vive para los demás, la amante consumida por el abandono y la prostituta atrapada en la miseria. En el segundo conoce a Sor Juana, Malinche, Carlota, Adelita y otras figuras históricas que le comparten una versión alternativa del pasado, en la que ellas ocupan un papel central. En el tercer sueño aparece “la mujer nueva”, una forma distinta de pensarse a sí misma como ser humano en un mundo futuro.
Rosario era amiga de Emilio Carballido, cuenta que fue él quien la convenció de escribir su primera novela Balún Canán; y también de incursionar en la dramaturgia.
Además de El eterno femenino, Castellanos escribió otra obra de teatro llamada Tablero de damas. Aquí, una célebre poeta —guiño, guiño a Gabriela Mistral— gana un premio muy importante e invita a cuatro poetas jóvenes a su hotel en Acapulco mientras se fragua un crimen alrededor de las conversaciones voraces de estas mujeres. En este texto, Castellanos caricaturizó a los intelectuales de su época, se rio de ellos y de su manera de entender la literatura desde el poder. Como pueden imaginar, esto no le cayó muy bien a la elite cultural y fue el origen de su enemistad con algunas de sus contemporáneas.
Antes de estas obras, había experimentado con dos poemas dramáticos de largo aliento Salomé y Judith; donde traslada a estas dos figuras femeninas bíblicas a la realidad indígena mexicana, lo que le da la oportunidad de abordar dos de los temas característicos de su producción literaria: la condición de los indígenas y el feminismo.
Cuando Dolores y Rosario regresaron a México (otra vez en barco), se enteraron de que Ricardo —a quien Rosario había escrito decenas de cartas sin recibir respuesta— estaba casado y a punto de ser padre. Decepcionada, se fue a Chiapas, donde consiguió trabajo en el Instituto Indigenista. Allí fundó el Teatro Petúl. Ella misma diseñó a Petúl —que significa Pedro en tzotzil—, un muñeco guiñol con ideas muy reformistas que dialogaba con su contraparte: un niño que se resistía a los cambios. Las funciones se realizaban en las plazas de comunidades indígenas y tenían un carácter educativo; abordaban temas de salud y convivencia. Rosario escribió más de 60 obras para esta compañía. Duraban entre 15 y 20 minutos y, aunque en algún momento se compilaron, hoy ya no se pueden encontrar.
Entre tanto homenaje por los 100 años de su natalicio, el teatro brilla por su ausencia. Rosario se movía como pez en el agua en este género. En cada diálogo desbordaba su ironía y maestría literaria. Fue una gran dramaturga, aunque se le reconozca poco. Construyó personajes capaces de reflejar con agudeza las contradicciones de una sociedad que trata sin éxito de justificar la desigualdad. El teatro de Castellanos es audaz y franco. Dibuja cada escena con soltura y libertad. Es verosímil, poético, crítico y agudo.
Esperaba que, en esta celebración, decenas de compañías de todo el país montaran las obras de Castellanos; las adaptaran, actualizaran, reinterpretaran, coreografiaran, vaya, que se pusieran creativos. Pero me quedé con las ganas.
Afortunadamente sí podemos leer su teatro, pues está publicado en antologías y obras individuales. Además, creo que tanto homenaje público no es nada comparado con leerla, así sin intermediarios, solitas las dos… Por cierto, yo sí la hubiera traído en un barco.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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