Por Adriana Sandoval
Desde el momento en que nacemos, no estamos solos. Literalmente, un ejército de microbios, bacterias, virus y hongos, coloniza nuestra piel, nuestras mucosas, pero sobre todo nuestro intestino. Cada uno de nosotros carga con un zoológico interior único, irrepetible y diverso. Un ecosistema que influye en cómo digerimos los alimentos, cómo respondemos a infecciones, cómo regulamos el estado de ánimo… incluso en cómo dormimos.
Ese mundo microscópico que habita en el intestino se conoce como microbiota. Puedes imaginarlo como la selva de Costa Rica: un lugar exuberante, lleno de especies que coexisten en un equilibrio dinámico. Y aunque durante décadas ocupó apenas una nota al pie en los libros de medicina y nutrición, hoy es protagonista de la ciencia más puntera. No es exageración: se investiga su participación en enfermedades tan distintas como diabetes tipo 2, Parkinson, obesidad, cáncer colorrectal y hasta autismo.
Cuando hablo con pacientes sobre el tema, muchos me preguntan si deberían tomar probióticos. Y mi respuesta, la menos popular, es: depende.
Sí, los probióticos pueden ayudar, pero no son una solución mágica ni universal. No se trata de ir al supermercado y elegir al azar un yogurt con “millones de lactobacilos buenos” o comprar la cápsula más cara de la farmacia. No todos los probióticos son iguales, ni todas las personas los necesitan, ni todos los efectos están comprobados.
Lo que sí sabemos:
● No todos los probióticos sirven para todo. Algunas cepas tienen beneficios comprobados en casos muy específicos: Saccharomyces boulardii ayuda en diarreas por antibióticos, Lactobacillus rhamnosus GG en prevención de infecciones respiratorias, Bifidobacterium infantis en síndrome de intestino irritable. Pero hay miles de cepas, y solo unas cuantas han sido bien estudiadas.
● La dosis importa. La mayoría de los estudios clínicos utilizan entre mil millones y cien mil millones de unidades formadoras de colonias (UFC) al día. Muchos productos comerciales ni siquiera alcanzan la cantidad mínima efectiva. Y no basta con tomarlos: deben sobrevivir al ácido gástrico, llegar al intestino y colonizarlo. No todos lo logran. Así que el número y la eficiencia de transporte son importantes.
● La microbiota se modifica con facilidad. Un ciclo de antibióticos, una diarrea, una mala racha alimenticia o el estrés sostenido pueden alterar su equilibrio. Unos días de diarrea pueden dejar esa selva como el desierto del Sáhara, eso implica una pérdida enorme en la función del intestino que tarda meses en recuperarse.
● No sustituyen los hábitos. Puedes tomarte todos los probióticos del mundo, pero si comes mal, duermes poco, vives estresado y abusas de medicamentos, tu microbiota sufrirá. El factor más poderoso para mantener un ecosistema intestinal saludable no viene en cápsulas: viene en tu plato.
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