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Por Sofía Guadarrama Collado

Desde un atril que parece más un puesto de palomitas en campaña, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien ya no reconoce la diferencia entre la diplomacia y una puesta en escena de Broadway, ha intensificado su retórica contra México al afirmar que los cárteles de la droga ejercen un «control muy fuerte» sobre el país, y que las autoridades mexicanas «están aterradas» de ir a trabajar. Para él, México es el set de una película postapocalíptica donde los cárteles dirigen el guión, él compone el soundtrack del miedo y los políticos mexicanos apenas sí sobreviven a los créditos iniciales. En el universo trumpiano, la geopolítica se simplifica al estilo del western: the good, the bad and the stupid.

¿Exagerado? Sí. ¿Electoralmente rentable? También. Cuando el escenario es la política y el enemigo es rentable, cualquier exageración se maquilla de salvación nacional. Ni modo, tiene que salvar a su país «secuestrado por criminales» y él, en su papel de sheriff magnánimo, promete rescatarlo con más leyes, más muros y menos realismo. Estas declaraciones, realizadas durante la firma de la Ley para Detener Todo el Tráfico Letal de Fentanilo —título con tintes de thriller, más que de política sanitaria—, no sólo firma una ley, firma también su regreso estelar al teatro electoral, el cual nunca termina, ni siquiera, después de ganadas las elecciones. Y eleva el nivel de fricción en la compleja relación bilateral entre las dos naciones vecinas. 

Con guión en mano y público cautivo, Trump se despachó: «Las autoridades mexicanas están aterradas, les da miedo llegar a su oficina». El carfentanilo —un opioide sintético 100 veces más potente que el fentanilo original— entra al escenario como el villano principal: más potente que el fentanilo, más rentable que la moral. Y mientras pronuncia frases con tono de película de héroes de Marvel, omite lo esencial: los precursores químicos no nacen en México, sino en laboratorios asiáticos. Pero la geografía no gana elecciones; la exageración sí.

«Los monstruos que fabrican fentanilo ilegal han evadido la ley durante años. Hoy estamos cerrando esa puerta», declaró.

Sin embargo, como ya es costumbre en su retórica, Trump no ofreció detalles concretos sobre cómo enfrentaría a los cárteles norteamericanos. ¿Quiénes reciben, controlan y distribuyen la droga que llega a suelo estadounidense? ¿Cuántos políticos de aquel país se hacen de la vista gorda en las aduanas? La droga no se vende en máquinas expendedoras de periódicos. «Deposita tu moneda y toma tu churrito». 

That’s too much! Shut up! Shut up!Shut up!

¿Para qué presentar un plan cuando se pueden lanzar acusaciones desde un atril presidencial y quedar como héroe en campaña? Estados Unidos prefiere leyes espectaculares a diagnósticos dolorosos. Nadie quiere mancharse, pero todos están embarrados.

Y mientras los gobiernos escriben telenovelas diplomáticas, los cárteles siguen haciendo lo que mejor saben: crecer, diversificarse, y perfeccionar su logística mejor que cualquier gabinete de seguridad.

En ese ínterin en México, la soberanía se defiende con conferencias. El gobierno quiere parecer fuerte sin afrontar su debilidad, y como siempre, responde con la indignación coreografiada. La presidenta Sheinbaum minimiza lo dicho por su homólogo con el discurso de la honestidad. Obvio, a él no lo piensa demandar por difamación como sí prometió hacerlo con el abogado de Ovidio Guzmán López.

Pero le acaba de caer en las manos otro cartucho de dinamita: en este país donde los cargos se administran con discreción selectiva y la justicia se activa según el calendario electoral, en una escena que mezcla el realismo sucio con el costumbrismo político, La Fiscalía General de la República, que suele llegar cuando el escándalo ya huele mal, ha abierto la carpeta de investigación contra Héctor Bermúdez Requena, alias Comandante H, acusado de liderar la organización criminal La Barredora. En otro tiempo, y bajo otros discursos, Bermúdez fungía como Secretario de Seguridad Pública en Tabasco, durante el gobierno de Adán Augusto López Hernández, uno de los rostros más visibles del obradorismo, hoy desdibujado en la fotografía oficial, pero intacto en las alusiones discretas.

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