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Por Adriana Sandoval

Durante décadas, los buenos hábitos eran sencillos, al menos en teoría. Comer frutas, verduras, carne y pescado, hacer algo de ejercicio, dormir bien. Corríamos con los tenis escolares, ropa de algodón, sin apps, sin reloj... peor aún: sin bloqueador solar. No existían etiquetas keto friendly, ni batidos “anticortisol”, ni clases de indoor cycling con luces neón y DJ.

Y sin embargo, funcionábamos. Nos movíamos más, comíamos menos productos con etiqueta, aunque no todo era perfecto, la vida saludable no parecía una ciencia exclusiva. Hoy, en cambio, alimentarse bien o moverse con regularidad se volvió una hazaña técnica. Un campo minado de términos confusos, productos nuevos cada semana y rituales que requieren tiempo, dinero y conocimiento especializado.

Mientras más raro, más sano

Una parte del problema es cultural: hemos aprendido a asociar lo complejo, lo caro y lo difícil con lo mejor. Este fenómeno, llamado “sesgo de complejidad” o “heurística de precio y rareza”, está documentado en numerosos estudios. Por ejemplo, una investigación publicada en Appetite (2015) encontró que las personas calificaban como “más saludables” a los platillos con nombres exóticos o ingredientes poco comunes, aunque fueran nutricionalmente idénticos a otros más sencillos.

Otro estudio de la Universidad de Stanford demostró que basta cambiar el nombre de un alimento en el menú, por ejemplo, de “zanahorias hervidas” a “zanahorias glaseadas con cítricos naturales” para que su consumo aumente hasta 25%. No se modificó la receta, ni el método de cocción, ni el valor nutricional. Cambió el lenguaje. Y con él, la percepción.

Este fenómeno se repite también en el ejercicio. El esfuerzo físico, antes asociado al juego o al transporte diario, hoy se convierte en una experiencia casi de laboratorio. Necesitamos ropa especial, dispositivos de monitoreo, planes personalizados, suplementos para antes y después, y apps que traduzcan cada paso en calorías y métricas.

Y claro, cuanto más costoso o complicado, más efectivo parece. Un artículo de Journal of Consumer Research(2018) mostró que muchas personas creen que los entrenamientos con nombres en inglés (“HIIT”, “Bootcamp”, “Functional Training”) son superiores a caminar, correr o subir escaleras, aunque el gasto energético sea similar.

La salud como lujo aspiracional

La mercadotecnia lo entendió antes que la ciencia. Por eso la industria alimentaria y del wellness nos vende yogurt con “fermentación lenta” en envases minimalistas, hummus con “cúrcuma ayurvédica y aceite de trufa blanca”, agua mineral “con electrolitos premium” o barras “plant-based” con 19 ingredientes, ninguno de los cuales aparece en una cocina tradicional. Y nosotros pagamos, convencidos de estar tomando mejores decisiones.

Lo mismo ocurre en el mundo del ejercicio. El gimnasio más caro parece el más eficaz. Las clases que combinan yoga con respiración de Wim Hof, luces de discoteca y sonido envolvente prometen más resultados que salir a caminar media hora al día. Hemos convertido la salud en un producto de lujo, y eso no solo es insostenible: es profundamente desigual.

La epidemia de lo complejo

Mientras nos obsesionamos con etiquetas y rituales, la realidad es otra. En México, 7 de cada 10 adultos viven con sobrepeso u obesidad (ENSANUT, 2022), y el 64% de las calorías que consume la población proviene de productos ultraprocesados (FAO, 2021). La mayoría no come superfoods, ni cocina con aceite de coco prensado en frío: come pan de caja, sopas instantáneas, refrescos y carnes procesadas.

El problema no es la falta de voluntad. Es un entorno que facilita lo que enferma y encarece lo que nutre. Una industria que siembra confusión para vender más. Y un sistema que transforma lo esencial en complicado: comer, moverse, descansar.

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